El reciente cateo en la Penitenciaría Regional de Ciudad del Este, que una vez más sacó a la luz la presencia de drogas, armas blancas, celulares y bebidas alcohólicas dentro del penal, confirma una realidad que ya no sorprende a nadie: la corrupción enquistada en el sistema penitenciario. Cada operación de este tipo, lejos de generar un cambio estructural, se ha convertido en una mera rutina que deja en evidencia la complicidad de funcionarios corruptos que lucran con el caos y la ilegalidad dentro de la cárcel.
En esta ocasión, el cateo se realizó tras una violenta gresca en el pabellón “B” Alta, conocido como “Piquillo”, lo que denota que el control interno brilla por su ausencia y que la seguridad es solo una ilusión. La incautación de cocaína, estoques y dispositivos de comunicación vuelve a poner en el centro de la discusión la forma en que estos elementos prohibidos siguen ingresando con tanta facilidad. No se necesita ser un experto en seguridad para deducir que esto solo ocurre con la connivencia de los mismos guardiacárceles, quienes, por sumas de dinero, facilitan el ingreso de cualquier tipo de objeto ilegal.
El sistema de corrupción dentro del reclusorio ya ha hecho millonarios a varios funcionarios penitenciarios, quienes transforman el encierro en un negocio redondo. Los reos que tienen poder adquisitivo continúan manejando el penal a su antojo, garantizándose privilegios y controlando el interior de la cárcel como si fuera su feudo personal. Y mientras esto sucede, la sociedad observa impotente cómo las autoridades repiten el mismo discurso de siempre: cateos, incautaciones y promesas de reforma que nunca se concretan.
El director del penal, Benjamín Ozuna, ha demostrado intención de frenar estas prácticas corruptas, pero su esfuerzo choca contra una estructura podrida que parece imposible de desmontar. Si los propios funcionarios penitenciarios son parte del problema, entonces la solución no puede venir de dentro. Es urgente que el Ministerio de Justicia tome cartas en el asunto con medidas drásticas, incluyendo la destitución de los funcionarios involucrados y la implementación de tecnología que impida el ingreso de elementos prohibidos.
El control de los penales no puede seguir en manos de los reclusos ni de los funcionarios desleales al sistema. Si el Estado no asume su rol de garante de la seguridad y la justicia, lo que hoy es un problema penitenciario pronto será una amenaza descontrolada para toda la sociedad. La impunidad con la que operan estos grupos dentro de la cárcel es una señal de alerta que no puede seguir siendo ignorada.