El caso de Blanca Rosa Fernández Baruja, prima del ministro de Urbanismo, Vivienda y Hábitat, Juan Carlos Baruja, es solo la punta de un iceberg de corrupción que se hunde en las profundidades del sistema público paraguayo. La funcionaria, quien debería cumplir un horario y responsabilidades en la Cámara de Diputados, prefiere atender su local comercial en Paraguarí mientras sigue cobrando puntualmente un salario financiado con los impuestos de todos, aunque ahora, gracias a la presión mediática, renunció.
Este caso no es un incidente aislado; es un reflejo de una práctica tan arraigada como vergonzosa: el planillerismo. Fernández Baruja, con un cinismo alarmante, aseguraba que no tiene la obligación de marcar asistencia y justificaba su salario afirmando que el dinero no le alcanza para mantener a su familia. Como si la función pública fuera un seguro de desempleo o una extensión de su negocio privado.
Peor aún, intentó atribuir su ingreso a méritos propios, negando cualquier influencia de su primo ministro, pese a que su justificación de “estar bajo el régimen F4” no solo es endeble, sino que representa una burla a los ciudadanos que esperan eficiencia y transparencia de sus autoridades.
Pero si el caso de Blanca Rosa es indignante, el de Elías Martín Godoy Torres, hijo de la diputada Roya Torres, eleva esta problemática a un nivel más desvergonzado. Este joven confesó ser un planillero de la Cámara de Diputados, cobrando un salario sin trabajar, y se salvó de enfrentar un juicio devolviendo lo robado y pagando una compensación. Un mensaje claro y lamentable: robar del Estado no tiene consecuencias reales si se tienen los contactos correctos o se puede negociar una salida “amistosa”.
Estas situaciones no solo desangran las arcas del Estado, sino que socavan la confianza en las instituciones. Mientras tanto, miles de paraguayos trabajan jornadas extensas por salarios ínfimos, sin más opción que resignarse al hecho de que su esfuerzo financia a personas que ni siquiera pisan sus lugares de trabajo.
El planillerismo no es solo una falta administrativa; es una muestra de la podredumbre que corroe la función pública. Es la normalización de un sistema donde los privilegios pesan más que la ética y la responsabilidad. Casos como estos deberían ser el punto de partida para una reforma profunda que termine con los abusos, exija rendición de cuentas y recupere la dignidad de los organismos del Estado.
¿Será que alguna vez veremos un Congreso comprometido con erradicar esta práctica? O, como ya es costumbre, los responsables seguirán resguardados por el poder político, mientras los ciudadanos cargan con el peso de la corrupción.