El reciente enfrentamiento entre la diputada Liz Acosta y agentes de la Policía Nacional en Ciudad del Este es mucho más que un simple altercado vehicular. Es el reflejo de un sistema en el que las leyes parecen aplicarse de manera diferenciada, dependiendo de si se trata de una autoridad política o de un ciudadano común. Este episodio, que inició por un control vehicular rutinario, desnudó nuevamente la arrogancia de los poderosos y la opacidad de nuestras instituciones.
La diputada Liz Acosta, representante de Honor Colorado, infringió la normativa al utilizar luces balizas en su vehículo particular, un accesorio reservado exclusivamente para las fuerzas de seguridad. Sin embargo, lo que debería haberse resuelto como una falta administrativa, derivó en un espectáculo de prepotencia por parte de la legisladora y en un accionar policial cuestionable.
Acosta no es ajena a los escándalos. En su corto tiempo como parlamentaria, se ha destacado más por sus frecuentes viajes internacionales, financiados con fondos públicos, que por un trabajo legislativo sustancial. Su desempeño en el Congreso es paupérrimo: solo ocho proyectos de ley, todos en coautoría y sin avances significativos. A esto se suman denuncias por haber asistido a eventos de dudosa relevancia, como su reciente participación en un “VIP Election Tour” en Estados Unidos, organizado por una empresa privada. Aunque devolvió los viáticos tras la polémica, el pasaje quedó a cargo del bolsillo ciudadano.
El historial de la diputada no mejora al revisar episodios más oscuros de su vida. En 2003, fue detenida en Brasil por posesión de drogas en una vivienda compartida con su pareja. Aunque finalmente fue absuelta, el caso sigue siendo una mancha en su trayectoria. Esta acumulación de antecedentes no solo refleja una falta de ética personal, sino también un desprecio por las responsabilidades que conlleva el cargo que ocupa.
Por su parte, la Policía Nacional tampoco sale bien parada en este episodio. Los agentes que detuvieron a Acosta operaban de manera irregular: vestidos de civil, en vehículos particulares y, según la diputada, actuando de manera intimidatoria. Este tipo de operativos, que deberían estar orientados a labores investigativas serias, se han convertido en herramientas de abuso sistemático en Alto Paraná. Entre 100 y 150 agentes operan bajo estas condiciones, realizando controles arbitrarios que muchas veces derivan en extorsiones y atropellos.
Lo más alarmante es la respuesta inmediata de la Policía Nacional. Mientras las denuncias de ciudadanos comunes suelen ser ignoradas o minimizadas, en este caso se actuó con una celeridad inusual. En cuestión de horas, los agentes fueron trasladados y se abrió un sumario administrativo. El propio jefe de Investigaciones en Alto Paraná llegó al extremo de disculparse públicamente con Acosta, justificando la acción porque se trataba de una “autoridad”. ¿Desde cuándo las leyes se aplican dependiendo del cargo o la jerarquía social?
Este doble estándar, que protege a las élites y deja indefensos a los ciudadanos comunes, es un cáncer que sigue socavando la confianza en nuestras instituciones. Mientras la diputada utiliza su cargo para esquivar responsabilidades, la Policía demuestra una vez más que su accionar está lejos de ser imparcial.
Este caso debería ser un punto de inflexión, tanto para la Policía Nacional como para los legisladores. Por un lado, urge revisar las prácticas irregulares dentro de las fuerzas del orden, que generan miedo en la ciudadanía en lugar de garantizar su seguridad. Por otro, las autoridades políticas deben entender que ocupar un cargo público no es sinónimo de privilegio, sino de responsabilidad y servicio.
Liz Acosta y la Policía Nacional son dos caras de la misma moneda: un sistema que se mueve entre abusos y privilegios, con el ciudadano común siempre en desventaja. Es hora de exigir un cambio real, donde las leyes se apliquen con justicia e igualdad, y donde los funcionarios, en lugar de protegerse entre ellos, trabajen realmente por el bienestar de quienes los eligieron.