Mientras la clase política se sigue burlando de las leyes, como aquella que prohíbe el nepotismo, por ejemplo, el ciudadano común debe afrontar largos y costosos procesos, por cualquier delito bagatelario. Hoy, la ciudadanía observa impotente que, mientras la justicia (Poder Judicial y Ministerio Público) actúan con mucha diligencia cuando se trata de gente “común”, en tanto son tibios y cómplices con los políticos y autoridades corruptas, al punto que hoy no tenemos a un solo político condenado por nepotismo, enriquecimiento ilícito, cobro indebido de honorarios, etc.
La búsqueda del bien común es, en concreto el objetivo de la política, y el bien común es aquello que es beneficioso para toda la sociedad. El pueblo soberano, cuando elige a quienes gobernarán asume que sus autoridades tendrán como único norte la prosecución de este objetivo, que toda la comunidad alcance el bienestar y tenga calidad de vida.
En el Paraguay, lamentablemente, nuestra clase política y dirigencial, nuestros funcionarios y nuestras autoridades electas entienden el objetivo de la política de una manera muy diferente. Por eso desde hace décadas hemos visto, casi normalizado, el hecho de que ellos consigan ventajas y privilegios, pero no solamente para ellos mismos, sino para su círculo de amigos, para sus correligionarios partidarios y en especial para sus familias.
De esta manera, hemos llegado a alcanzar la construcción de una organización del Estado de un tamaño descomunal, que no solo le cuesta caro de mantener a ese pueblo soberano que vota, sino que además debe sostener ese aparato con sus impuestos. Ese Estado no solo es monstruoso, sino sobre todo está caracterizado por una burocracia ineficiente. El ciudadano queda por eso abandonado para padecer los servicios públicos ineficientes, mientras sus representantes en los tres poderes del Estado gozan de privilegios y de un envidiable bienestar.
Los recientes acontecimientos que se tornaron en escándalos mediáticos son prácticamente considerados normales en una sociedad como la paraguaya. El nombramiento de privilegio de los hijos de senadores y diputados es una muestra clara de esta situación.
Lo más lamentable del caso es la posición del presidente Santiago Peña, quien sostiene que es necesaria una ley que establezca los criterios de ingreso, permanencia y salida en la función pública. No sabe el señor presidente que tenemos una ley, la número 5.295, la que define con sencillez y claridad que nepotismo es: “Cuando una persona, facultada para nombrar o contratar en cargos públicos, realiza uno de esos actos a favor de su cónyuge, concubino o parientes hasta el cuarto grado de consanguinidad o segundo de afinidad, en violación a las normas que regulan el acceso a la función pública”.
La ley establece asimismo que “el que realizare un nombramiento o una contratación de servicios, en contravención a lo dispuesto en la presente ley, será sancionado con una medida de inhabilitación en el ejercicio de la función pública de hasta cinco años y la nulidad del acto jurídico”.
Como sociedad no podemos seguir siendo tolerantes con los políticos, funcionarios públicos y autoridades que no respetan las leyes. No podemos permitir que la ciudadanía “común” sea castigada con todo el peso de la ley, mientras hay ciudadanos “de primera” que pueden hacer lo que se les antoja, sin ningún temor a algún tipo de castigo o sanción.