Las contrataciones para cualquier función en el Estado paraguayo deben ser conforme a la capacidad y según las necesidades. Sin embargo, requisitos mínimos como los citados son omitidos escandalosamente por las autoridades de turno y, lo que es peor, en la clase política lo toman como algo normal. Creen que la institución en donde están es como el patio de su casa y que pueden hacer lo que quieran.
Así las cosas, suman y siguen las contrataciones sin concurso y por el solo hecho de ser hijo o pariente de un político o simplemente amigo del poder. La desigualdad en la posibilidad de acceso a la función pública de cualquier ciudadano cada vez es más notoria cuando se observa que se toma al Estado definitivamente como un botín político. Personas que no tienen la mínima capacidad para el desempeño de alguna función, más bien consiguen un puesto por su vínculo con un legislador, legisladora u otra autoridad.
Hoy el sector público emplea a más de 400 mil personas. Hace años, el Instituto Nacional de Estadística revelaba un alarmante crecimiento del personal público. Si el Estado destina alrededor del 70% de los ingresos tributarios a los “servicios personales”, en detrimento de las inversiones de capital, el despropósito se irá agravando con la entrada de nuevos funcionarios y contratados, mientras el déficit fiscal, el endeudamiento y la inflación se tornan cada vez más preocupantes.
En el Paraguay de hoy, se siguen creando cargos públicos innecesarios y otorgando “ajustes” salariales presumiblemente para retribuir o comprar votos, sin atender el estado de las finanzas públicas ni lo requerido por los diversos órganos para su buen desempeño. Uno de ellos es la Secretaría de la Función Pública, que depende de la Presidencia de la República y debe ocuparse, según la ley, de formular la política de recursos humanos según los requerimientos de un mejor servicio y asesorar en la materia a la Administración Central, los entes descentralizados y los gobiernos departamentales y municipales. Si la Secretaría elabora dicha política y hace recomendaciones al respecto, ellas o resultan disparatadas o sus consejos son olímpicamente ignorados: bien se sabe que la administración pública es desastrosa porque está colmada de funcionarios y contratados corruptos, haraganes, ineptos y –no por último– superfluos.
Desde luego, no basta con que los sueldos estén presupuestados, dado que quienes aspiran a percibirlos deben cumplir de entrada con ciertos requisitos de la Ley N° 1626/00: el funcionario tiene que haber participado en un concurso público de oposición y el contratado atender determinadas necesidades temporales de excepcional interés para la comunidad, previstas en la ley. En la generalidad de los casos, estas exigencias son incumplidas de hecho o de derecho, lo que induce a recordar que el acto jurídico que dispuso el nombramiento en contra de la ley o de sus reglamentos “será nulo, cualquiera sea el tiempo transcurrido”, sin perjuicio de la responsabilidad civil, penal o administrativa de quien lo dictó.
Todo esto implica que los nombramientos y las contrataciones ilícitos pueden y deben ser anulados, sin perjuicio alguno para el fisco, pues no habría que indemnizar a nadie. Por tanto, si hubiera la firme voluntad de cumplir y hacer cumplir la ley, sería factible reducir notablemente el lastre que supone el vasto personal público excedentario. Es injusto que quienes en verdad trabajan deban sostener a funcionarios o contratados, cada vez más numerosos, que se dedican al ocio y no siempre porque sean holgazanes sino, simplemente, porque no hay tareas razonables que encargarles: están de más, lo que resulta muy caro para la sociedad, con excepción de los politicastros que se benefician del reparto de prebendas. Como bien lo dijo estos días el diputado Luis “Tiki” González, el Estado “no es una agencia de empleos”. Ojalá sus colegas lo tengan en cuenta alguna vez.