Este 22 de noviembre, el gobierno de Santiago Peña cumple sus 100 primeros días. Si bien se han registrado algunos avances en materia de combate a la corrupción –principalmente política– en otras áreas su desempeño ha sido francamente penoso. En el aspecto de la seguridad pública por ejemplo, salvo el combate al narcotráfico, que sí registró algunos logros, no se han hecho avances, al contrario, la sensación de inseguridad ha aumentado bajo este nuevo gobierno.
En estos días, la Policía lanzó, como todos los años, el operativo “año pahá” en Alto Paraná, que tiene por objetivo ofrecer seguridad a la ciudadanía, llevando en cuenta que por tradición, noviembre y diciembre son los meses en que se incrementa la actividad delictiva. De hecho, los delincuentes están llevando la delantera, porque en octubre ya realizaron varios atracos millonarios en Alto Paraná.
Lamentablemente, la inseguridad es, hoy por hoy, uno de los problemas más graves que enfrenta la República. Hace años, es cotidiano escuchar noticias sobre asaltos callejeros y domiciliarios con fines de robo a cualquier hora del día; asesinatos y secuestros, escándalos de corrupción salpicando a altos jefes de la Policía Nacional; personal policial de todas las jerarquías compitiendo con delincuentes comunes en la perpetración de delitos callejeros que ellos tienen la misión de combatir; militares y policías involucrados en narcotráfico y contrabando. En cierto sentido esta ola de violencia y corrupción instalada en nuestro país se parece cada vez más a la prevaleciente actualmente en México y algunos países de la América Central.
La delincuencia y el crimen organizado han logrado infiltrarse profundamente en la estructura orgánica y operacional de la Policía Nacional, hasta el punto de que ella en muchos casos funge más bien como protectora antes que como represora de los delincuentes, suministrándoles inteligencia y seguridad institucional.
De no ponerse freno a la marea delictiva que asuela al país, ella acabará sumergiendo bajo su influencia a las instituciones políticas y judiciales, como ya lo ha conseguido en cierta medida. Una cosa es categórica: el país no podrá avanzar en su desarrollo en la medida permitida por sus ventajas comparativas mientras el Gobierno no consiga frenar la inseguridad que se ha enseñoreado del país. Y hay una sola forma de lograrlo: quebrando los asideros que las organizaciones criminales tienen en muchos estamentos del Gobierno y fortaleciendo las instituciones policiales y judiciales.
Para ello se requieren tres cosas: el saneamiento institucional de la Policía Nacional mediante una profunda reorganización orgánica y operacional, de abajo para arriba; la creación de una oficina nacional de investigaciones –a semejanza del FBI norteamericano– dependiente, no del Ministerio del Interior, sino del Ministerio de Justicia, encargada de la investigación de delitos a nivel país; y, por último, una adecuada reforma del sistema legal vigente para endurecer las penas carcelarias, en particular contra los policías que cometen delitos en ejercicio de funciones y los concusionarios empotrados en los altos puestos del Gobierno que trafican influencia con grupos mafiosos.
Hay conciencia pública en el sentido de que para combatir exitosamente la inseguridad ciudadana se requiere una agresiva reforma de las instituciones policiales y judiciales del país, para devolverles la capacidad y la integridad que ellas deben tener a fin de que los criminales puedan ser capturados, procesados y condenados.