El martes, un hombre que en 2021 mató a su esposa en Naranjal a puñaladas e intentó simular un asalto, fue condenado a 30 años de prisión. El caso había causado mucha conmoción, debido a la brutalidad con la que fue cometida el crimen y estupor, ante la frialdad del hombre, quien hasta el final intentaba negar el hecho. Lamentablemente, en el Paraguay se mantiene un doloroso promedio en los casos de feminicidio: Cada semana al menos una mujer muere a manos de su pareja o ex pareja. En tanto, incontables son los ataques, donde los autores no tienen el “éxito” buscado, es decir, la eliminación física de la víctima.
A mediados de la década de los 70, del siglo pasado, se comenzó a utilizar el término inglés femicide por primera vez. Era el intento de definir las formas de violencia extrema contra la mujer. La idea detrás del concepto apuntaba a que se trataba del asesinato de mujeres cometido por varones, que estos crímenes estaban motivados por el odio o por el sentido de posesión hacia las mujeres.
En lo que va del año, ya se registraron unos 30 feminicidios, de acuerdo a las estadísticas oficiales. Desde el Observatorio de la Mujer estiman que las intensas campañas de concientización están siendo efectivas, aunque no se ha logrado erradicar el “gen de la violencia”.
Casos como estos que terminan causando indignación y rabia, se diluyen de a poco hasta terminar olvidados, sepultados por otras situaciones noticiosas, dejando la problemática latente hasta el momento en que vuelve a suceder, generando nuevamente más indignación y rabia, en un círculo vicioso que se alimenta de la violencia de género, el feminicidio y la intolerancia y que escanea a manera superficial la problemática, dejándola entre las cifras frías del subregistro y la impunidad.
No se trata de crímenes pasionales, son crímenes de odio, y, por lo tanto, se hace imprescindible otorgarles un enfoque particular. El tema requiere una visibilidad política de mayor importancia.
La sociedad debe entender que las mujeres, al igual que los hombres, pueden vestir como quieran e ir donde deseen, sin que ello se interprete como estar “buscando lo que no se les ha perdido”, ni mucho menos usarlo para justificar las agresiones contra ellas. Y la otra forma de violencia, quizá más común, se origina en el propio núcleo familiar al exigírsele a la mujer comportamientos sumisos ante sus parejas.
A manera de colofón tenemos que decir que mientras no se aplique con todo rigor la ley la situación no cambiará, antes por el contrario, se agravará aún más. Por lo pronto, la violencia del machismo en Paraguay aún es recompensada muchas veces con la impunidad. Además, para que esto sirva realmente como disuasión a quienes pretendan hacer a las mujeres víctimas de la violencia o los malos tratos, debe ser conocida suficientemente por la sociedad y por las autoridades judiciales que deben ser drásticas en aplicarla.
Se debe trabajar paralelamente para asumir la urgencia de iniciar un cambio en la mirada. Que es una cuestión cultural ya no puede ser una explicación aceptable. Al mismo tiempo, todas las instituciones del Estado paraguayo deben asumir con mayor compromiso la existencia de este problema. Ya no pueden seguir muriendo mujeres a manos de hombres que las consideran de su propiedad. La sociedad paraguaya ya no puede vivir en esta cultura de la violencia. Los paradigmas sociales deben cambiar de una vez por todas.