La administración de justicia del Paraguay ha ido cayendo, de manera sostenida, hacia niveles cada vez más bajos de desprestigio. No hubo un momento en el pasado en que haya existido un consenso tan completo sobre su incompetencia, su mediocridad y su corrupción, ni se recuerdan hechos tan escandalosos como los que se suceden día a día bajo el manto de las formalidades jurídicas.
Es difícil que haya un solo habitante de la República que crea que la justicia provee la seguridad jurídica que caracteriza a las naciones civilizadas, que quien se crea vulnerado en sus derechos y garantías pueda sentirse confiado y optimista cuando acude a un fiscal o a un juez. Más bien prima un sentimiento general de profunda desconfianza, cuyo blanco principal es la propia Corte Suprema, cabeza de todo el sistema jurisdiccional. Ella, totalmente subordinada al poder político, se ha encargado de colmar el vaso de la sospecha, hasta el punto de que se la ve nítidamente como una de las instituciones con más clara responsabilidad en la deplorable imagen externa que ofrece el Paraguay.
La selección de jueces, fiscales, síndicos y magistrados con criterios exclusivamente políticos o sustentados en el nepotismo desaforado ha dado como resultado un envilecimiento de toda la actividad institucional. Hay sólidas razones para ello. Se suceden los fallos que consagran la impunidad de los poderosos, se deja en libertad a asaltantes, estafadores y forajidos de toda clase y se entrega a la población prácticamente indefensa para que sufra el asalto de la delincuencia, tanto la que asalta bancos, metralleta en mano, como la de guante blanco y cuello duro que saquea silenciosamente las arcas del Estado.
Estos servicios no son gratuitos. No se realizan solamente para demostrar servilismo ante los políticos, nacionales o regionales. A cambio, los miembros del sistema reciben carta blanca para enriquecerse. Es así como la justicia se ha convertido en una de las maneras más rápidas de hacer dinero, con la connivencia de los políticos, la indiferencia de la Corte Suprema y la impunidad que provee el Jurado de Enjuiciamiento cuando alguien cae bajo sospecha y es objeto de una denuncia por sus despropósitos.
En todo el país son notorios los ejemplos de jueces, fiscales, síndicos y camaristas que exhiben una rápida prosperidad, la cual se manifiesta en signos externos resplandecientes, tales como casas, automóviles y cuentas bancarias, además de una vida rumbosa que escandaliza a todo su vecindario y a quienes los conocen, sin hablar del entorno de los propios miembros de la Corte Suprema, donde menudean los parientes cercanos y los cortesanos que tejen una espesa red de influencias a lo largo y a lo ancho de la República.
El daño que esta justicia ha hecho al país tardará décadas en ser reparado. Si hay algo que deja huellas perdurables en el espíritu colectivo, son el descreimiento, el escepticismo, la pérdida de la fe. El pueblo ve con impotencia cómo sus saqueadores envilecen a la República y exhiben impúdicamente sus fabulosas riquezas con el manto protector de los que mandan y una justicia corrupta e incapaz, marioneta de los poderes fácticos, una justicia cuyos miembros se burlan cada día de sus compatriotas.